martes, 10 de enero de 2012

INOCENCIA

Se llamaba Alfonso (regio nombre) y era mi profesor de literatura. Era inocente, puro, despistado, crédulo y de una sublime inteligencia que no hacía si no alejarlo del común de los mortales. Para mí hablaba chino mandarín, era absolutamente incapaz de entender una sola de sus palabras. Al principio lo detesté por esa razón: me hacía sentir estúpida. Así que utilizé todo tipo de métodos contra él: empecé haciendo el esfuerzo de comprenderlo (fue inútil), intenté boicotearle las clases (se reía de mí, sin acritud ni ironía, cosa que aumentaba mi ira), creé bulos sobre él para que llegaran a oídos de las altas esferas educativas (no prosperé), le discutía cada frase y cada palabra para agotar su paciencia (era inagotable)...


Y lo peor: era un tipo muy divertido y su popularidad iba creciendo a la par que menguaba la mía(ya de por sí bastante deteriorada, no era yo ejemplo de alumna modélica).


Para ir al instituto yo debía coger un autobus (vivía en el pueblo de al lado) que paraba a escasas dos manzanas del mismo. La otra parada estaba a más de 10 calles (para mi una maraton impensable). Descubrí que él, para ir a su casa, iba en dirección a la lejana parada, así que decidí sacrificarme y acompañarle en el trayecto hasta allí. Para ver si así descubría al ser humano normal, con lenguaje normal, que a la fuerza debía existir bajo la fachada de profesor chiflado de literatura.


Andaba a paso ligero, muy ligero, lo que hizo que los primeros días dedicara todas mis fuerzas a intentar seguirle el paso, yo sólo articulaba jadeantes monosílabos y gruñidos a sus amables e indescifrables preguntas. Durante meses tuve que renunciar a la comida del mediodía, puesto que coger el autobús allí me suponía no tener tiempo más que de bajarme al llegar mi pueblo, esperar que el autobús diera la vuelta al final del trayecto y volverlo a coger de vuelta. Absurdo.


Fueron también meses de lecturas forzadas, de libros insufribles, muchos de ellos escritos en un sánscrito aún mas intragable que el suyo, con el único fin de intentar comprenderlo cuando hablaba y de tener conversación en el susodicho trayecto.


Poco a poco (muy poco a poco) empecé a vislumbrar luz al final del túnel. Empecé a mostrarme interesada en sus clases para asombro de mis ignorantes y trifulqueros seguidores a los que llamé al orden, para acabar con las burlas, el ruido y el desinterés que yo misma había provocado. En todo ese tiempo, él nunca perdió los papeles, jamás. Pero aunque parecía ausente de lo que ocurría a 30 cm de su tarima, un día me sorprendió agradeciéndome mi cambio de actitud. Ese fue su error. La Lolita que vivía en mí despertó de su letargo. Y empezó la cacería.


A partir de ahí fui implacable. Él era, como he dicho, tan puro, que sus vivencias existenciales se limitaban a una novia de toda la vida con la que se había casado, a sus libros y al deporte. Era inocente, feliz y.... vulnerable. Muy vulnerable.


A mi me gustaba escribir, a él también. Empezamos a intercambiar relatos, intimidades (mías claro, él no tenía, era transparente) que lo dejaban perplejo y muchas veces escandalizado. En su mente empezó a formarse la idea de que yo era uno de esos ancestrales personajes de infumable literatura catalana que él, en su santa inocencia, creía que sólo existían en los libros. No era entonces mi vida, como nunca lo ha sido después, muy acorde a mi corta edad. Había vivido a mis 16 años lo que él no viviría en 4 vidas y estaba alucinado.


Aquel curso amenazaba con llegar a su fin. Para entonces ya corrían rumores sobre nuestra anómala relación. Los rumores llegaron antes que los hechos. Y yo tuve que darme prisa y sacar la artillería pesada para conseguir verlo durante aquél interesante verano. Nunca he hecho tantisímas idioteces por alguien. Me tragué conferencias soporíferas, ví películas innombrables, visité todas las iglesias a 150 km a la redonda, pasé horas esperando que terminara de sus tribunales (era juez de no sé qué educativo) en pueblos lejanísimos y harto aburridos para mi inquieta adolescencia, leí en aquel verano más de lo que leeré en toda mi vida. Y atesoré una paciencia infinita para lograr mi objetivo. Pero su coraza cándida empezaba a resquebrajarse y su miope mirada empezaba a llenarse de ternura cuando me miraba. Tenía 39 años y era la primera vez en su vida que se enamoraba. ¡Cuánto dolor le esperaba! Porque, en realidad, se enamoraba de un personaje creado en su mente y alimentado por mi pérfida ambición.


Yo también me enamoré del personaje, me enamoré de mi triunfo y mi perseverancia, me enamoré de lo que escribía de mí y para mí en las numerosas cartas que me envió aquél verano, pero creo que nunca me enamoré del hombre que también existía y que, por fin, despertó.


Su amor se hizo doloroso y desgarrador. Volvimos al instituto y para todos fue evidente que algo había cambiado. Estaba mortificado por estar enamorado, estaba feliz por estar enamorado, estaba más despistado, más confundido, más indescifrable y más serio. Los mordaces rumores pasaron a ser impresionados susurros y el rancio claustro se dió por aludido. Sufrimos una persecución digna de la inquisición. Se nos escudriñó hasta el agotamiento, buscando que cometiéramos un desliz que evidenciara lo que todos sabían.


Fuimos cautos, o al menos yo intenté que lo fuéramos (mi larga vida de Lolita me había proporcionado mucha experiencia en el ocultismo y la prudencia). Pero como siempre que uno intenta esconderse de algo, ese algo lo persigue por todas partes. Él no era muy consciente de lo que ocurría a nuestro alrededor, hasta tal punto llegaba su inocencia. Sólo podía vivir para ese nuevo sentimiento que acababa de descubrir y en su fantástica ausencia de miedo, ignoraba el desastre al que nos abocábamos.


En aquellos dos años que duró nuestra historia tan sólo hicimos el amor en dos ocasiones. Fueron precipitadas, inesperadas y dolorosas, porque de alguna forma sentimos que mancillaban lo extraordinario de nuestro literario amor. Éramos Romeo y Julieta, perseguidos por un amor tan puro que provocaba la envidia de los que asistían a su representación. Se le sometió a tribunal por parte del Departamento (yo era alumna y menor). Los alumnos, admiradores de nuestra rebelde pasión, se unieron para evitar su expulsión. Los interrogados (que nos habían visto, sabían o intuían) negaron los hechos. Hicieron piña a nuestro alrededor para protegernos, pese a que habíamos sido esquivos, e incluso bordes (sobre todo yo) ante sus insinuaciones o preguntas directas. Yo fui acosada por el profesorado (los afines y los enemigos) para que lo explicara y lo denunciara. No consiguieron nada. Y ante la ausencia de pruebas a las que agarrarse tuvieron que desistir. Pero, entre los más moralistas, la inquina hacia mi por el favoritismo de parte de la minoría más progre del profesorado, provocó un marcaje brutal académicamente.


La cacería, con sus lecturas, sus charlas, su dedicación, dió sus frutos y maduré intelectualmente (vale, un poquito) lo suficiente para que alguno de ellos se asombrara con mis exposiciones. Fueron a por mí al final del curso y pretendieron impedirme el paso a la universidad, para ellos no tenía ninguna posibilidad, era carne de fracaso. Él y Kim, mi adorado profesor de filosofía, tuvieron que salvarme in extremis intercambiándome por otros alumnos, mucho menos aplicados, pero mucho más apreciados. Si ellos con su pésimo expediente podían pasar, yo pasaría aunque mi actitud no fuera del agrado de la mayoría.


Siempre recordaré su cara al salir de aquél claustro, donde yo sabía que se decidía mi futuro. Salió exultante, contento, para él se había hecho justicia, todo estaba bien. Pero cuando ví la cara de Kim algo se rompió dentro de mí. Fui a verle, no quería la versión enamorada, y supe que no había sido fácil, que habían tenido que hacer concesiones que por otro alumno nunca hubieran hecho. Kim había tenido que salvarme a costa de ir en contra de lo que creía. Me quería en la universidad (iba a estudiar Filosofía), pero no quería que los tres ineptos que intercambiaron por mí, pasaran con su beneplácito. Era tan íntegro que creo que nunca se lo perdonó.


Por otro lado, su mujer, también notó los cambios, intuyó que algo estaba pasando. Sus salidas intempestivas a correr, sólo para poder llamarme o venir a traerme una poesía (yo vivía a 15 km y venía corriendo para tener coartada), su ostracismo dedicado a la escritura convulsa, sus despistes aun más despistados, sus nervios ante alguna llamada mía inesperada y, supongo, que su tortuosa felicidad, no pasaron inadvertidas para un experto ojo femenino. La solución que se le ocurrió fue volver a quedarse embarazada. Él no le dió importancia, a mí me hundió en la miseria. Mi amor no era tan grande para destruir aquello.


El desgaste que provocó en mí aquella conjura de necios, hizo que me alejara de Alfonso, ante su estupor, su dolor y su miedo. Era como explicarle a un niño que debía renunciar a su juguete preferido. Cuánto más intentaba acercarse más me alejaba yo y más cruel me volvía en el trato. Aguantó todo, pero sin perder la dignidad, porque todo cuanto exponía era su verdad y su inocencia. Nunca he vuelto a ser amada de esa manera. Con esa dedicación, con esa entrega, sabiéndome el centro de su universo, el aire que respiraba.


Aún me persiguió durante meses tras el final de las clases. Ya éramos libres, yo había cumplido 18 años y podíamos vivir nuestro amor sin miedo. Pero yo estaba a años luz de sus pretensiones. Sólo quería huir, alejarme de aquel desastre que yo solita había provocado, huir de aquel amor que me insultaba con una grandeza que yo no podía corresponder, que no estaba preparada para corresponder. Con unos hijos ajenos que no podía asumir. Y con plasmar en realidad lo que yo ya me había acostrumbrado a que fuera fabuloso e ideal, literario. Un cuento que no podía convertirse en material.


A los pocos años volvimos a encontrarnos por casualidad. Una de nuestras frases favoritas de Kundera decía "si el amor ha de ser inolvidable, la casualidad debe volar hacia él desde el primer instante". Seguía herido, incrédulo y confundido. Cuando me vió sus ojos se llenaron de lágrimas y aunque intentó hacer una broma, era un muñeco roto que había perdido la fe. Fieles a Kundera volvimos a quedar, yo quise recuperar lo que habíamos perdido. Él se dejó hacer. Volvimos a intercambiar relatos, nuevos, escritos en el paso de aquellos años. Cargados de desazón e inseguridad los míos. Los suyos cargados de dolor y de omisión, intentando ser tan optimistas como la Cunegunda, tan ignorantes de su brutal realidad, pero tan elocuentes para mí, que por fin, había conseguido entender sus palabras.


Volvimos a visitar iglesias y parques, pero cuando me miraba, cogiéndome la mano con mucho nerviosismo, acariciándomela casi compulsivamente, sus labios temblaban de dolor, intentando aguantar las lágrimas que ese contacto le provocaba. Fueron encuentros de mucho sufrimiento por ambas partes. Me confesó su calvario durante aquellos años. No había logrado superarlo, nunca lo comprendió, aunque nunca me culpó ni albergó rencor alguno contra mí. Se culpaba por no haber conseguido retenerme a su lado. Algo había debido hacer mal para que yo me alejara de él de aquella manera.


Intenté explicarle, decirle que el mal no estaba en él, si no en mí, pero me miraba con gratitud y me decía que no debía defenderlo. En su bondad infinita aún me veía como una desamparada criatura que debía proteger.


Esta vez el distanciamiento no fue tan agresivo, él venía preparado desde el principio para el final. Para él, de hecho, era parte de ese final. Aunque deseé intentar que fuera principio, comprendí que debía dejar que aquello languideciera por su propio bien. Y en aquellos meses descubrí cuánto le había querido sin darme cuenta, cuánto le quiero todavía. Por todo lo hermoso que me dió y por todo lo hermoso que me dejé de vivir con él.




Algún día quizá la casualidad vuelva a llamar a nuestra puerta.






PD: Soberbia, salvar, sabroso

sábado, 10 de diciembre de 2011

UNA LÁGRIMA

Entró en la desvencijada catedral, aterida de frío. Fuera, el viento y la lluvia, golpeaban con furia las viejas y desgastadas piedras, como si quisieran arrancarles un último lamento.

Había andado durante horas para llegar hasta allí y, ahora, en la inmensa oscuridad del abandonado templo, se preguntaba qué la había llevado hasta allí.

Se despojó de la empapada chaqueta y se acercó al altar. El suelo aún conservaba parte de su antiguo brillo, pulido con las lágrimas de los fieles y los infieles. Desde la cruz, Cristo la observaba con su corona desconchada y su sufriente mirada, probablemente sin comprender, dos mil años después, por qué un amantisímo padre lo había condenado al peor de los castigos. Durante un instante, Pietra, tuvo la sensación de que, de algún modo, el sufrimiento los conectaba.

Sufrimiento aprendido en la penitencia de los pecados, en el miedo, en la ignorancia... que durante siglos se había inculcado desde aquel púlpito de la mentira. Donde postrarse a un Dios malvado que nos había hecho débiles ( a su imagen y semejanza) con el único fin de torturarnos después para enmendar su falta de habilidad en la construcción de su gran obra.

Legiones de sádicos habían sido los encargados de promulgar la fe en la Oscuridad. Con la promesa intangible de un mundo de luz y consuelo al final del camino.

El moho y las telarañas que se filtraban por las rendijas y las grietas, daba perfecta cuenta del resultado de una indigna historia salpicada de lágrimas y sangre.

Pietra oyó un ruido chirriante en la parte posterior del altar. Se acercó con cautela y trató de escudriñar en las penumbras algun vestigio de vida. Una sombra penosa y cansada se dirigía hacia ella. La luz de una vela tras ella, le confería la apariencia de un espectro en pena.

-Ho-ho-hola- su voz temblaba por el frío y el miedo-¿hay alguien ahí?

La sombra alzó la cabeza imperceptiblemente:

-Bienvenida a la casa del Señor, hija mía. ¿Que te trae por aquí en esta intempestiva noche? El templo aún duerme.

Pietra pensó rápidamente en una respuesta que explicara su presencia allí:

-Mi coche se averió a unos kilometros de aquí, me desorienté y me alcanzó la tormenta. Al ver la catedral decidí refugiarme aquí. Lamento haberos molestado.

-No es molestia, hija, esta es la casa de todos, aunque ya muy pocos lo recuerdan y aún menos la visitan. Pasa, estarás helada, puedo ofrecerte un caldo.

-No, ejem, no quiero molestar..

-Pasa, pasa.

Pietra siguió al servicial anciano hasta lo que parecía la antigua sacristía. Dos amarillentas velas trataban de dar luz a un cuartucho sucio, polvortiento y húmedo. En el suelo un brasero hacia las veces de fogón improvisado para el anciano. Una olla ennegrecida y oxidada calentaba un agua turbia de indescifrables tropezones. A la escasa luz de las velas, contempló al hombre que se cubría con un harapiento y enmugrecido hábito de monje. Era mayor, aunque no tanto como le había parecido en la oscuridad. Quizá rondara la cincuentena. ¿Por qué seguiría en la catedral?

Hacia décadas que estaba abandonada. Los escándalos y los ultrajes cometidos entre sus muros habían alejado a los cristianos y los servidores de Dios, muchos años antes, de aquellas tierras.

-Perdone, ¿vive usted aquí?

-Sí hija, soy el guardián de la catedral, alguien debe guardar la casa del Señor y elevar plegarias para devolverle su antigua dignidad. Algún día volverá a llenarse de oraciones y de fe.

Pietra miró a su alrededor, convencida de que el hombre deliraba. Todo era ruinoso y desolador.

El hombre le alcanzó un cáliz con el humeante y putrefacto mejunje.

-Ten, hija, esto te calentará el espíritu.

Pietra cogió el cáliz y se lo acercó a los labios por no menospreciar la hospitalidad del ¿monje?¿sacerdote?, un olor pútrido la hizo alejarse impulsivamente del recipiente.

-¿No es de tu agrado hija mía?

-Sí, verá, es que ahora no me apetece, pero gracias, muchas gracias.

Pietra se sintió, de repente, cansada y triste. Una infinita pena la embargó. Pena por ella, por el anciano, por cada una de las piedras que la rodeaban, pena por el sufrimiento escondido en los rincones del sacro edificio, pena por la ignorancia de la fe, por el miedo al castigo divino de quien debería amarnos sin condiciones, pena por las ilusiones rotas, por un mundo en crisis de valores, pena por no haber encontrado el camino de la verdad, pena por sentir pena. Y una dolorosa lágrima rodó por su mejilla y cayó en la arena.




En la arena cayó su lágrimaaaa. Una lágrima cayó en la arena y con ella te voy a escupir.




Se acabó.




DEBERES: Adiós, encender, salvaje




lunes, 5 de diciembre de 2011

DEVORAR


Avanzo a toda prisa por un estrecho sendero entre los árboles. La noche está cayendo, también la espesa niebla que desciende con el sol y hiela cada palmo de mi piel. A lomos de mi caballo siento cómo el frío se cuela bajo el exiguo camisón que me cubre. Mis pies descalzos dentro de las botas de montar están insensibles como el corcho, temo que empiecen a congelarse, y una simple capa negra con capucha a duras penas calienta mis hombros. He salido de casa como alma que lleva el diablo, impulsada por una extraña sensación de inmediatez, una necesidad de abrirme paso entre la vegetación del bosque que rodea la hacienda, sin un rumbo fijo. Creo que llevaba durmiendo desde el día anterior, inmersa en un profundo sueño, después de releer una y otra vez sus cartas desgarradoras, aquellas en las que declara su incondicional y eterno amor hacia mí y su deber con su mujer. Aún las guardo en el fondo de un cajón entre mi ropa interior, donde sé que él nunca mirará; su confianza ciega en mí me hace sentir mezquina y traidora, jamás podría imaginar que pertenezco con todo lo que soy a otro hombre, que mi consciencia ya hace años que camina junto a otra distinta a la suya.
Galopando y sin saber por qué, avanzando entre la espesura, descendiendo la luz y con ella la temperatura, decido dejarme llevar por el instinto que me grita que hoy sí. Mi piel se está rompiendo al contacto con la grupa y me abrazo con fuerza al cuello del animal, fuerte y fibroso, ni siquiera he tenido tiempo de prepararle para cabalgar. De repente relincha asustado y da un respingo que me pone el peligro. Sin bajarme del caballo intento ver qué es lo que hay frente a nosotros, qué o quién nos barra el camino y nos impide seguir. Al verle mi corazón empieza a latir con fuerza y noto como si mi sangre se hubiera agolpado en un segundo en mis sienes, que retumban como la piel de un tambor con cada latido.
Es bello y me fascina. Sé que no debo acariciarle porque sería mi perdición pero a su vez me atrae de un modo animal, irracional, necesito poseerle y que me posea, necesito vencer todas la barreras y dejarme devorar, aunque con ello cambie mi vida para siempre. Empezando y acabando todo, acabando y empezando nada. Alfa y Omega aquí y ahora.
La mirada fijada el uno en el otro, mi cuerpo tiembla sin poder controlarlo sacudiéndose en grandes espasmos, frío y excitado por igual. Sus ojos son intensamente azules, su pelo brilla en negro y blanco y la cara se le ilumina con una sonrisa de medio lado que deja entrever dos hileras de dientes relucientes. Queremos devorarnos.
No hace falta que nos digamos nada porque con los ojos todo es evidente. Con un gesto involuntario de mi cabeza niego lo innegable mientras noto entre mis piernas cómo se enfría el sudor de mi caballo, escociendo en mis desgarros, en contacto directo con mi sexo húmedo por efecto y defecto. No voy a bajarme y mientras la razón lucha a muerte con la devoción dentro de mí, él me mira fijamente y con una mueca me indica que me esperará al final del camino, irremisiblemente nos vamos a encontrar, deseamos encontrarnos.
Ahora es el momento de dar media vuelta, de poner rumbo al orden establecido, tengo miedo a lo que allí me espera. Pero no puedo dejar de avanzar. Desmonto dejándome caer por un costado y la noche ya ha llegado sin preámbulos. Continúo andando deprisa, cada vez más, y me doy cuenta de que estoy corriendo entre los árboles, poco vestida y muy excitada, para encontrarme con él.
El sendero acaba de pronto en un claro en el bosque, como un decorado para una escena pastoril. Y ahí está él. Esperándome. 
Reduzco el paso al verle y mientras avanzo hasta su lado retiro la capa, desgarro el camisón y desnudo mis pies: a la vista ha quedado el opíparo festín nocturno. Se avalanza sobre mí y con su peso vence mi equilibrio. Percibo su calor, su olor, su aliento, le agarro fuerte del pelo e intento en vano que sus dientes no apresen mi cuello, pero es demasiado tarde. Sus fauces se han hecho presa de mi yugular y mientras me desangro despacio y dulcemente siento sus colmillos clavados en mi estómago y su hocico frío y húmedo revolviendo entre mis tripas humeantes, buscando su mayor capricho. Devorándome.
Al final del camino espera lo ansiado, lo simbólico, lo devastador: Alfa y Omega. Eros y Thanatos. Detrás queda lo de siempre.


(Loba de Pega, tu turno: catedral, escupir, servicial)









domingo, 4 de diciembre de 2011

NO ME PODIO RESISTIR

Tan virginal, tan blanco, tan puro. No me podio resistir. El frío desgarrador hace que se me pueda quemar el alma ante la idea de que me usurpes de este privilegio. Je, je, je. Pero no haré trampas, ni me valdré de mi exhuberante inteligencia para humillarte en haber ganado esta literaria guerra en tan sólo un suspiro. Prometo, pues, entrar mi relato como muestra de justo duelo y de indiscutible honradez.

AHI NOS VEMOS MISS KATONICA: RECIBA MI GUANTAZO LINGÜÍSTICO PARA COMENZAR ESTA GUERRA LITERARIA.

¡¡¡A LAS PALABRAS!!!!